miércoles, 20 de junio de 2012

EL PESO DE LA CONCIENCIA

Por Manuel Rodriguez
Prof. en Ciencias Sagradas


“Mi conciencia tiene para mí más peso que la opinión de todo el mundo”
(Marco Tulio Cicerón)


Muchas veces escuché las palabras de Cicerón, sin darme cuenta de la potencia que tenían en sí mismas. En principio, hablan sobre la fidelidad que tiene un hombre a sí mismo, antes que la popularidad o el pensamiento y concepto que de él puedan tener todos los demás humanos. Profundizando un poco, la conciencia tiene una característica única, que la hace más poderosa que la opinión de los demás, y es que acompaña al sujeto que actúa, no desde fuera, sino desde la mismísima interioridad. De alguna manera, la conciencia indica de manera punzante el bien o el mal que una obra tiene, sin necesidad de que el sujeto tenga el beneplácito o la condena de la sociedad, cosa que pareciera simplemente un agregado o una añadidura, que puede estar o no, sirviendo como un aliciente externo a la satisfacción interna de haber hecho el bien.
Ahora bien, sólo hoy, veinte de junio de 2012, pude penetrar en el misterio del significado global que excede al significado de la palabra analizada parte por parte. ¿Realmente es así? En una sociedad en que la palabra última la tiene el conjunto; o mejor dicho, en que todo ha de ser medible, experimentado, juzgado por la utilidad, la presencia de la conciencia viene a dar contra una ética falsamente democrática en que todo está permitido. Nadie estaría en desacuerdo al momento de decir, que con una frase que habla de conciencia, peso, opinión, nos estamos adentrando en el centro mismísimo de la ética personal. Sin embargo, las consecuencias prácticas de hablar de conciencia no son del todo iguales, cosa que se extendería a un estudio sistemático de la ética, cosa que excede con creces una reflexión a una máxima de un filósofo, como es este caso.


Hoy hice una mirada hacia atrás y me daba cuenta de que en la práctica he sido más fiel a mis propios principios de conciencia que a lo que me dictaban las órdenes externas, suponiendo en más de un caso el haber perdido un beneficio o haber persistido en un estado que me supondría un poder y equilibrio que no alcanzaría en ningún otro lado.
Sin embargo, al hacer una mirada actual, me di con que no soy de los mismos de Cicerón, al no actuar del todo de acuerdo con lo que dicta mi conciencia, sino que en palabras del apóstol de la religión cristiana, he sido un sepulcro blanqueado. Me di cuenta de que no bastó con actuar de manera suprema en algunas ocasiones, sino que ese misma valentía debía traducirse en a la cotidianeidad.
Por otro lado, me daba cuenta de que la conciencia que tengo, es una conciencia humana, limitada en el tiempo y el espacio, que significa que puede crecer, cambiar, perfeccionarse. Mi conciencia, que para los demás puede ser llamada una opinión, es para mí la ley que todo lo juzga, que me acompaña y de alguna manera, la que me deja dormir en paz.
La conciencia que tiene más peso que la opinión del resto de los mortales no es un intento individualista de crear una ley de acuerdo con mi forma de ser, sino que al contrario, aunque no exista ninguna ley escrita, externa, que me censure o me alabe, voy a tener en mí mismo, la satisfacción o decepción de mis propias acciones.
La conclusión es idéntica a Les Luthiers: el que tenga la conciencia tranquila (agrego, no del todo) es porque tiene mala memoria.

M.R.

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