lunes, 31 de diciembre de 2012

Apocalipsis y desintegrados


El fin del mundo ya pasó.
Charly García

Cuando me pidieron hacer una nota sobre el fin del mundo, lo primero que vino a mi mente fue fuego y dolor (y fue cuando me di cuenta que tenía la mano sobre la hornalla prendida). Después de curarme las quemaduras, decidí dar rienda suelta a la complicada temática. Primero me extrañó que me pidieran que escribiera sobre semejante tema. Volví a llamar al editor de esta prestigiosa publicación y éste me contestó con un corte inmediato (calculo que habrá pensado que le pediría un pago excesivo o una cobertura médica).
Sin saber hacia dónde apuntar mi reflexión apocalíptica, emprendí un paseo a la plaza Racedo (con sus clásicos enamorados, amigos que comparten el mate y perros que ladran a los fantasmas que pasan por ahí). Me senté en un banco y comencé a filosofar. Primero pensé en lo que opinan las religiones sobre el tema. Éstas nos cuentan sobre detalles y personajes con mucho cuidado. O sea, nos cuentan todo lo que ocurrirá. Y eso me pareció muy aburrido: nos cuentan el final de la película. Creo que por eso no me gusta llevar fanáticos religiosos al cine; ya los imagino relatando el desenlace del film a los gritos y acompañados por frases como: “¡Arrepiéntanse, el asesino es el mayordomo! ¡Conviértanse, Bruce Willis en realidad esta muerto en Sexto Sentido!”.
Después de reflexionar sobre la opinión de los credos, decidí investigar las opiniones y teorías sobre el fin del mundo que tiene la filosofía. Pero al final no encontré nada, a los filósofos les interesa hablar del origen o de cómo funciona la realidad y entre giros y giros lingüísticos todavía discuten si existe la realidad. Pero no leí a nadie que me hablara del Armagedón. Entonces decidí hacer lo mejor que sé hacer: pensar pavadas.
Ahí fue cuando se me ocurrió una lista interesante de cosas:
1-     Si sumas la fecha del supuesto fin del mundo da como resultado el número once (cuestión interesante para jugar a la quiniela, pero para qué, qué importa que ganes la lotería si total viene la muerte universal)
2-     Las fiestas descontroladas que se realizarán, compitiendo con los grandes ágapes en los lupanares de los romanos (busca en el diccionario ágapes, lupanares, romanos y fiestas)
3-     Ya no habrá Tinelli y toda su sarta de programas reducidores de cabezas.
4-     Nadie llorará a nadie porque al morirnos todos juntos, nadie extrañará ni hará duelo, que al final es lo más perverso de la muerte. Una muerte universal no nos separará del ser amado (ahora la cuestión se puso tétrica).
5-     No quedará nadie para que revise nuestros legados y herencias, mejor, así ningún pariente se peleará con el otro pariente.
6-     Es la oportunidad de hacer las cosas que uno siempre quiso hacer; por ejemplo,  insultar al pelotudo de mi vecino que se pone a cantar en el patio los domingos a la mañana, robarle un beso a una mina que vaya caminando desprevenida, o asaltar a los ricos para darle a los pobres (la policía no será problema; van a estar muy ocupados con el Apocalipsis)

Después de hacer introspección en varias cosas, me di cuenta de algo que se me había pasado ¿Por qué no visitar a un profeta? Se me prendió la lamparita, entrevistar a un adivinador o místico, pero el único que conocía era a un curandero del barrio Alberdi. Él es poeta, filósofo, profeta, todo en uno. Me levanté de mi reconfortante asiento y me dirigí al barrio Alberdi, como peregrino sediento de un saber oculto. En el camino se me cruzaban varias hipótesis sobre el fin del mundo, así que decidí hacer otra lista sobre las diferentes posibilidades de cómo acabará la realidad tal cual la conocemos:
1-     El clásico meteorito que destruye nuestro planeta, hundiendo grandes ciudades como New York, París y Sampacho.
2-     Una invasión a gran escala por parte de marcianos al viejo estilo de la Guerra de los Mundos de H.G.Wells, pero sin Spielberg filmando.
3-     Una ataque masivo de zombies, como George Romero lo hubiera soñado, y en el cual seguro vos, querido lector, serías el primero en ser devorado por las hordas de muertos vivientes, como los cadáveres resucitados de Michael Jackson, Elvis, y Mateyco.
4-     Se abren los cielos y Dios desciende furioso con los jinetes del Apocalipsis, y ahí intentás recordar lo que aprendiste en catequesis a los nueve años.
5-     Peor, quien baja no es el dios cristiano, sino Alá, y se te hace frustrante ver a un montón de musulmanes gozando de harenes de vírgenes en la Meca celestial, mientras te toca lavarle el inodoro a Bin Laden toda la eternidad.
6-     O mucho peor, quien baja es Chuck Norris, y te arrepentís de haber criticado sus películas.
Chuck descendiendo para juzgar vivo y muertos, en realidad los dejará a todos muertos.


Dejé de reflexionar sobre los múltiples Ragnaroks cuando me encontré a las puertas del profeta. Él ya me estaba esperando (es bueno como profeta, adivina siempre) y antes de entrevistarlo empezó a contestar como si ya supiera cuál era la pregunta (cosa que comenzó a ser un poco molesta).
“¿Qué opina sobre el fin del mundo?”, le pregunté mientras miraba un cuadro de Buda bailando la Lambada. Él me contestó: “No hay de qué preocuparse sobre el fin del mundo”. “¿Por qué, acaso Clarín cierra y se suspende el fin del mundo?”,  interrumpí con asombro. “No, estúpido”, me contestó el profeta con una paz típica de Claudio María Domínguez. “Nuestro mundo es fruto de un sueño, un sueño de la Deidad. Por eso el día que Dios se despierte, ahí va ser el fin del mundo” dijo el profeta del Alberdi. Pero yo repliqué: “¡No sólo será el fin del mundo, será el fin del universo!”. Pero él me contestó: “No, a nosotros nos sueña un dios, en los otros mundos los soñarán otros dioses, por ejemplo, Marte, el dios que lo soñaba ya se despertó”. Cuando me dijo lo último atiné a hacer lo más sociablemente aceptable, llamé al servicio de salud mental para que se lo llevaran. Porque es de sanos hacerse preguntas, pero es de locos tener las respuestas.

sábado, 27 de octubre de 2012

Freud y Sandman de Gaiman

Una sarcástica crítica a Sigmund Freud de parte de Neil Gaiman...

miércoles, 20 de junio de 2012

EL PESO DE LA CONCIENCIA

Por Manuel Rodriguez
Prof. en Ciencias Sagradas


“Mi conciencia tiene para mí más peso que la opinión de todo el mundo”
(Marco Tulio Cicerón)


Muchas veces escuché las palabras de Cicerón, sin darme cuenta de la potencia que tenían en sí mismas. En principio, hablan sobre la fidelidad que tiene un hombre a sí mismo, antes que la popularidad o el pensamiento y concepto que de él puedan tener todos los demás humanos. Profundizando un poco, la conciencia tiene una característica única, que la hace más poderosa que la opinión de los demás, y es que acompaña al sujeto que actúa, no desde fuera, sino desde la mismísima interioridad. De alguna manera, la conciencia indica de manera punzante el bien o el mal que una obra tiene, sin necesidad de que el sujeto tenga el beneplácito o la condena de la sociedad, cosa que pareciera simplemente un agregado o una añadidura, que puede estar o no, sirviendo como un aliciente externo a la satisfacción interna de haber hecho el bien.
Ahora bien, sólo hoy, veinte de junio de 2012, pude penetrar en el misterio del significado global que excede al significado de la palabra analizada parte por parte. ¿Realmente es así? En una sociedad en que la palabra última la tiene el conjunto; o mejor dicho, en que todo ha de ser medible, experimentado, juzgado por la utilidad, la presencia de la conciencia viene a dar contra una ética falsamente democrática en que todo está permitido. Nadie estaría en desacuerdo al momento de decir, que con una frase que habla de conciencia, peso, opinión, nos estamos adentrando en el centro mismísimo de la ética personal. Sin embargo, las consecuencias prácticas de hablar de conciencia no son del todo iguales, cosa que se extendería a un estudio sistemático de la ética, cosa que excede con creces una reflexión a una máxima de un filósofo, como es este caso.


Hoy hice una mirada hacia atrás y me daba cuenta de que en la práctica he sido más fiel a mis propios principios de conciencia que a lo que me dictaban las órdenes externas, suponiendo en más de un caso el haber perdido un beneficio o haber persistido en un estado que me supondría un poder y equilibrio que no alcanzaría en ningún otro lado.
Sin embargo, al hacer una mirada actual, me di con que no soy de los mismos de Cicerón, al no actuar del todo de acuerdo con lo que dicta mi conciencia, sino que en palabras del apóstol de la religión cristiana, he sido un sepulcro blanqueado. Me di cuenta de que no bastó con actuar de manera suprema en algunas ocasiones, sino que ese misma valentía debía traducirse en a la cotidianeidad.
Por otro lado, me daba cuenta de que la conciencia que tengo, es una conciencia humana, limitada en el tiempo y el espacio, que significa que puede crecer, cambiar, perfeccionarse. Mi conciencia, que para los demás puede ser llamada una opinión, es para mí la ley que todo lo juzga, que me acompaña y de alguna manera, la que me deja dormir en paz.
La conciencia que tiene más peso que la opinión del resto de los mortales no es un intento individualista de crear una ley de acuerdo con mi forma de ser, sino que al contrario, aunque no exista ninguna ley escrita, externa, que me censure o me alabe, voy a tener en mí mismo, la satisfacción o decepción de mis propias acciones.
La conclusión es idéntica a Les Luthiers: el que tenga la conciencia tranquila (agrego, no del todo) es porque tiene mala memoria.

M.R.

domingo, 1 de abril de 2012

jueves, 8 de marzo de 2012

martes, 7 de febrero de 2012

Escuchá esta radio de los Beatles (en Mendoza)

                                            
                                                   http://mbmundobeatle.listen2myradio.com/

   NUNCA OLVIDES QUIENES HAN CAMBIADO EL MUNDO

                                                                          

miércoles, 1 de febrero de 2012

Before Watchmen


...Y Alan Moore debe estar invocando todas las fuerzas mágicas para destruir la DC.

lunes, 23 de enero de 2012

Irónico...


Julian Assange:- "Te dí información privada sobre las corporaciones gratis, y soy el villano"


Mark Zuckerberg:- "Dí tu información privada a las corporaciones por dinero, y soy el hombre del año"

martes, 17 de enero de 2012

El más peligroso enemigo de DC!!!

The Source y Newsarama han informado de la gran presencia que Rob Liefeld tendrá en Los Nuevos 52 a partir de mayo con tres colecciones a su cargo.

ROB! realizará los argumentos y ayudará en los guiones deThe Savage Hawkman y Grifter, e ilustrará y guionizaráDeathstroke, reemplazando a los anteriores Kyle Higgins y Joe Bennet. Aún no es seguro si los guionistas Tony Daniel y James Bonny (Hawkman) y Nathan Edmonson (Grifter) seguirán trabajando en esas colecciones. El a veces odiado a veces adorado Liefeld se unirá en los novenos números de los títulos.

Parece que la cancelación de Hawk and Dove ha servido al creador de Image para buscarse aún más trabajo.

The Source ha revelado que Deathstroke se enfrentará a Lobo y que Hawkman descubrirá mucho acerca del Nth Metal, además de adelantar una aparición de Deathblow en Grifter.



Fuente: http://www.comicdigital.com/3918_1-ROB_estara_en_3_colecciones_de_los_Nuevos_52.html




...y algunos creen que el Antimonitor fue el peor villano del universo DC.


el peor villano es... 

Un par de ejemplos de sus fechorías:



jueves, 12 de enero de 2012

Un cuento de J. L. Borges sobre el tiempo


En su obra EL Libro  de Arena, Borges juega y delira con el tiempo a través del cuento titulado El Otro. Lo bello de esta historia no es sólo la puesta en escena de la gran paradoja espacio-temporal que significa encontrarse con uno mismo, pero más joven, también es un planteo filosófico sobre el ser y la eterna discusión entre Parménides y Heráclito (¿el Ser siempre es el mismo o siempre cambia?). Pero no me explayo más, te invito que leas este pequeño, pero profundo, relato, y cuando quieras lo discutimos: ¿Nos podemos bañar dos veces en el mismo río?  



El Otro

Por Jorge Luis Borges

El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.

Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien, mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.


Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memoria de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Alvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:

-Señor, ¿usted es oriental o argentino?
-Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra -fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:

-¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que si.
-En tal caso -le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
-No -me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
-Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
-Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo de Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres de volúmenes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza Dubourg.
-Dufour -corrigió.
-Esta bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
-No -respondió-. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
-Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
-¿Y si el sueño durara? -dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
-Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
-Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamo a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente."Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, ¿en casa como están?
-Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
-¿Y usted?
No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre. Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros.
Cambié. Cambié de tono y proseguí:
-En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterllo. Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.
-Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski -me replicó no sin vanidad.
-Se me ha desdibujado. ¿Que tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
-El maestro ruso -dictaminó- ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.
Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
-La verdad es que no -me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
-¿Por qué no? -le dije-. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos lo hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época. Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.
-Tu masa de oprimidos y de parias -le contesté- no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentencio algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
-Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
-Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
-¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años; un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
-Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan.
Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
-Yo te puedo probar inmediatamente -le dije- que no estás soñando conmigo.
Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L'hydre - univers tordant son corps écaillé d'astres. Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
-Es verdad -balbuceó-. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
-Si Whitman la ha cantado -observé- es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
-Usted no lo conoce -exclamó-. Whitman es capaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos.
Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el dialogo. Cada uno de los dos era el remendo cricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor. Se me ocurrió un artificio análogo.
-Oí -le dije-, ¿tenés algún dinero?
-Sí - me replicó-. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.
-Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
-No puede ser -gritó-. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro. (Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
-Todo esto es un milagro -alcanzó a decir- y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados. No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
-¿A buscarlo? -me interrogó.
-Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista.
Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano. Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. EL otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el encuentro.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.

¿Disfrutaste el cuento? este relato tiene otra característica que me llamó mucho la atención: cuando hace un análisis histórico y político sobre cómo esta viendo el mundo (en los años setenta, por supuesto) ¡Cómo critica a Perón y al comunismo!aunque eso es otro tema lindo para debatir... 

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...